SORELLA


Llegaste como un regalo. Ya nunca llegar del colegio volvería a ser igual, llegaba corriendo, soltaba la cartera y escaleras arriba subía hasta comprobar que allí estabas esperándome, con tu cabecita vuelta sobresaliendo por la barandilla de la cuna, toda ojos.



Buena, buenísima, una hermana que tardó en llegar pero que lo hizo para quedarse para siempre, aquí, conmigo. Tan buena, tan discreta, tan rica. Creciste haciendo círculos sobre ti misma, ordenando tus muñecas y vistiendo a tu gato "Triqui". Quería que tu volaras, salieras, crecieras tanto como yo lo hice desde dentro pero tu recorriendo mis sueños. Y vaya si lo hiciste...



Te conozco, te sigo, te tengo cada día a pesar de esta vida de locos que llevamos. Siempre están ahí tus ojos, tu sonrisa, tu presencia de ninfa, de ondina, de sirena. Tu frágil silueta frente a tu fuerte personalidad. Eres más que una hermana porque llegaste catorce años después y sin embargo, nunca existió el tiempo hecho distancia entre nosotras. Igual tu si has creído que alguna vez yo no estaba, no te confundas, siempre estoy. Recuerda que tengo alas como tu y te sigo de cerca, muy de cerca. No te alejes demasiado de nuestra casa, de los círculos de tu infancia, de tu hada madrina.





Rosa Beteta “Maestra bordadora” Mami

Nació en el treinta y cuatro. Cruz Guerrero y Rodolfo Beteta fueron sus padres. Creció oliendo a almendras tostadas, a mazapán y a guirlache, entre el miedo y las risas, aprendiendo a trabajar duro y bien. Una melodía debió quedársele prendida en la comisura de los labios y en la punta de los dedos de sus manos.
Los tiempos no le permitieron hacerse maestra de escuela, aunque fue buena alumna y lo aprendió todo. Gertrudis Gutiérrez, la hermosa novia de su primo Leopoldo, le enseñó a bordar. Con catorce años ya bordaba jardines en los trajes de domingo, en las faldas, en blusas y pañuelos. Luego llegaron los ajuares de la casa y cuando sus sueños volaban entre tangos, pasodobles y boleros, ilusiones y promesas, de sus ajuares pasó a los ajenos y comenzó a bordar para otras casas, otras novias y otras ensoñaciones. Amarillos, azules, blancos, verdes. Realces, festones, rechilés, en abierto, sobrepuesto, con arenilla o con bodoques, matizados, calados y los interminables filtirés.
Rosa fue tejiendo una tela de araña de bordados, y aprendió tanto y lo hacía tan bien que, pronto, se llenó su patio de otras muchachas que querían aprender a bordar sus ilusiones con la rueda y el pedal, la aguja y esa tijera o alfanje con la que aprendían también a recortar sus complejos.
Ya casada, Rosa, con su máquina, sus canciones, su simpatía y esa gran humanidad, se convirtió en la maestra que enseñaba a dibujar las cenefas, y a calcarlas con aquel papel azul que no manchaba la tela mas que lo suficiente para ser bordada. Combinaba los colores como si de una maga se tratara, y cada tarde venían las muchachas que ya se habían marchado a casa a que ella decidiera el color de las iniciales de aquellos que se envolverían en esas sábanas bordadas con tanto amor. Pero su papel no terminaba en planchar y doblar las labores, en presentarlas exquisitamente en aquellas bandejas de mimbre cuando sus alumnas las acababan, no, ella también les mostraba la vida a la que se enfrentaban, les esbozaba el camino que tendrían que pespuntear, a veces fuera de las comodidades de sus familias o en otros casos en la incomodidad de las mismas.
Eran otros tiempos, entonces las mujeres y los hombres no se planteaban la igualdad, luchaban por la independencia, la libertad y la salida de un entorno tradicional y retrógrado. La maestra bordadora ayudaba a sus chicas a enhebrar las agujas con las que bordar sus sábanas y sus bolsas de pan mientras se titulaban en diseñadoras de sus propias vidas, las que tendrían que ir cosiendo haciendo auténticas filigranas.
Durante todo aquel tiempo, los sesenta, los setenta, los ochenta, la bordadora fue creciendo tanto como ser humano como profesional. Se doctoró en labores de primera: las bandas de los pajes, las sabanillas de los altares, las banderas multicolores, el banderín de este santo, el pañuelo de aquella virgen y se hizo catedrática en este arte confeccionando, diseñando y bordando los toneletes del Santo Cristo. Rosa ya no bordaba, pintaba con la aguja y la canilla, con el punzón y sus manos, con sus ojos verdes y con su corazón. Decía que cuando necesitaba algo de verdad Su Cristillo le enviaba un nuevo trabajo con el que tapar ese agujero que ella preveía y gracias a Él jamás se originó nada que no pudiera cubrirse con un nuevo encargo.
Mantones de Manila, refajos, vestidos, un mundo de colores, de sedas y de hilos de oro, de piedras y cristales, de noches de desvelo pintando con el pensamiento la mañana que amanecería de nuevo sentada a la maquina, en la ventana, entre visillos. Bordó y bordó hasta aprender que la maquina de la vida le seguía dando esa fuerza y ese genio para llenar de belleza los cajones de las casas, las ventanas, las camas y las mesas.
Rosa lo ha hecho todo con su máquina, con su creatividad, con su arte. Ha pintado con la aguja y el arillo el lienzo de los sueños de muchas vidas de nuestro pueblo, ha bordado la fe que comparte en terciopelos y rasos pero, sobre todo, ha llegado a ser una mujer independiente y luchadora, trabajadora y participativa, inteligente y creativa, una maestra bordadora que hoy sigue sentada agarrando su arillo pintando para sus nietos un cordoncillo de algodón que los prenda al significado de una vida dedicada al trabajo y a la belleza. A la dignidad.

Soledad






Durante veinte años trabajé en soledad, mañana y tarde, día tras día.
Fui creciendo entre libros, palabras y algún que otro disgustillo. Muchas veces deseé tener alguien con quien compartir un trabajo que crecía más y más, aunque éste, como ninguno, a medida que crece te enamora y te conquista para siempre… Ese es el problema.
Una mañana se abrió la puerta de la biblioteca, la soledad salió por ella al mismo tiempo que Soledad, con un aire resuelto y valiente, entraba a preguntar por su sitio. Por más que se empeñó la soledad en volver, ese aire fresco que lo impregnaba todo le impidió el paso y se empeñó en ocupar el espacio infinito que cabe en una silla aunque sea incomoda y vieja. Soledad, hecha brisa, se sentó en ella.
Cinco años lleva aireando los libros con sus alas de hada primeriza: enciende y apaga las luces del techo y las de los cerebros que pululan día a día, recorre pasillos, registra usuarios, sella y etiqueta, presta y vuelve a prestar, todo con una sonrisa que hace las delicias de todo aquel que roza su presencia. Si hay que contar cuentos, lo hace como si toda la vida la hubiera pasado en ese empeño y si tiene que seguir mis improvisaciones, nadie lo hubiera hecho mejor. Nunca existe un problema, nunca nada es difícil para ella.
Soledad, que ha perdido por capricho el “dad” le ha dado a mi trabajo otro sentido, el sentido de compartir, y con esos aires que se gasta, resuelta y pizpireta, ha convertido el peso de mis veinticinco años de bibliotecaria en una suerte de caja de sorpresas por la que no hay día que no salga una idea, gracias a que ella cuida de que, siempre, tenga la posibilidad de darme cuenta de que estoy viva todavía ¡Eureka!
Tiene todas las cualidades que había en la receta que yo misma había escrito, en los deseos que se perfilan en la almohada cuando las pesadillas no te dejan dormir y pides ¡por favor, por favor…! Me cuida y me tolera a pesar de todas las apostillas que he ido generando en veinte años de silencios.
Me encanta cuando saca su poder y lo hace llegar en forma de vuelo de cometa hasta los que siempre se empeñan en saltarse la norma del dos o del silencio. Me divierte cuando me mira porque ha atravesado la puerta algún espécimen peligroso y cuando se queda mirando fijamente a quien viene a sacarnos de las casillas en las que nosotras estamos tan tranquilas.
¡Qué fácil lo ha hecho Sole! ¡Qué suerte tenerla cada día! Tan atenta, tan lista y contenida, tan rica. Porque rica es en todos los sentidos y generosa. Por algo se quito el “dad” y por eso se convirtió en todo el sentido de la palabra en el “Hadaacaramelada”.

Gracias Sole por entrar aquel día volando hacia las palabras



Alacenas de cristal, ceniza y fuego. Juegos de huesos, canicas, hilos y un bote de leche de almendras.



Tus pasos matinales bajo el agua, tu cruz de sal a Santa Bárbara en las tormentas. Vestir la muerte y untar de aceite azul la boca del mamón. Hacer los agujeros con hilo de seda a las recién nacidas sentada en el tercer escalón de la escalera desconchada.



Mil ganchilos de luz tejidos con tus manos, toda la bondad del mundo para quien te necesita y un pañuelo muy negro tapándote la cara cuando el mundo te ponías por montera.



Todo te lo has llevado allá y a mi me has dejado las rosetas de aljofar que alargaban tus orejas y una oración, entre mil jaculatorias, una oración para quitar el mal de ojo. ¡Ojo abuelita!

abuelas 3


A mazapán, entre visillos blancos, me huelen esas tardes. A tus sonrisas de hada buena y guantes de seda al peso. A aquel descapotable rojo que para en mi ventana de futuro y a una radio que suena a consejo de "señora Francis"
Me duele, todavía, no volver a subir por la escalera del patio. No retener por mas tiempo mi paso por el comedor, no recorrer tu bolsillo, tu almohadilla y tu cara, pero como tu decías ¡Qué miedo!
No escuchar las dudas de María, la guerra cotidiana... Me duele dentro de mis centros no oir tu tos, tu risa loca, tu llanto al mismo tiempo y esa agüita amarilla que tus lagunas te hacían verter.
Me asomo levantando el faldón de la banca y allí, al fondo, estás sonriendo con tus ojos de almendra y con el bote de mahonesa en la mano.
¡Yaya!

Abuelas 2


Algo me quedó de ti después de deshacerte en mil cintas de seda, algo que yo deshilvané para no seguirte tan pronto. Y era una y otra vez, noche tras noche cuando el negro daba paso al blanco para renacer entre almidones, tan frágil, tan delgada.

Algo me quedó de ti después de desgranar mil oraciones, algo que yo desbaraté por no saber seguir esa fe que me abandona y, sin embargo más de una vez te rezo cuando cae el manto tenebroso de mis miedos y sólo me quedas tu, allí, entre mil capas de telas. Blancas.
¡Abuelita!

Abuelas


Clas, clas, clas... Mariposas que pisan sueños. Mariposas diminutas que bordean los límites de mil baldosas de barro cocido formando un camino que me conduce hacia lo oscuro.
Clas, clas, clas... la humedad, el frío y la altura. No alcanzo. El miedo a toparme con arañas, pero sigo. En la naturaleza oscura del presente suave sensación de humedad, olorcillo antiguo que perturba los sentidos, fue ayer pero ya es siempre..
Mis sandalias de dedo suenan sobre las baldosas, las mariposas que la adornan han levantado el vuelo y me llevan en volandas hacia ella, hacia su despensa hacia el chocolate con el que romper mi diente, mi pequeño diente de leche. ¡Yaya!


Animar a leer


¿Qué es volar? Alguien muy cercano volaba con frecuencia en sus sueños y yo insistía en preguntar. No comprendía como él quería volar, hasta que una tarde, cuando las luces amarillas se mezclaban con el tintineo de una martillo en la fragua vecina, deseé lo mismo.
Volando llegué a casa y me metí bajo las faldillas de la mesa. Volando había cogido un cuento cualquiera y allí al calor del hogar despegué.
Cómo comprendí al aprendiz de pájaro, cómo entendí que desplegar las alas y romper el filo de las nubes sólo dependía de mi... A partir de esa tarde me aficioné a ese nuevo juego, y hasta hoy.
El soñador había estado a punto de partir a Australia, cuando era una tierra prometida, pero no lo hizo, se quedó en estas antípodas en las que ha sido muy feliz, eso seguro, pero mantuvo en sus noches las ganas de partir, libre, de lanzarse a la aventura y transformó sus deseos de viajar a su certeza de volar sobre las cumbres, rozando los océanos entre sábanas blancas.
Menos pretenciosa yo he preferido siempre lo seguro mientras tenga entre las manos un libro con el que alzar el vuelo. Aterricé hace unas horas con Boris Vian y "No me gustaría palmarla" y vuelo ahora en "2666" con Roberto Bolaño.
¿Quién quiere volar?